LOS REYES CATÓLICOS
CAPÍTULO LX (60)
MUERTE DEL GRAN CAPITÁN.—MUERTE DEL REY
CATÓLICO- 1512 - 1516
Cosa era que causaba general admiración y
escándalo que ni para la empresa de Orán, ni para la de Italia, ni para la de
Navarra quisiese el rey emplear al más entendido, valeroso y afortunado general
español, y que mientras pasaban estos grandes acontecimientos la victoriosa
espada del Gran Capitán se estuviera enmoheciendo en un agujero de las Alpujarras, como llamaba él a su retiro de Loja, todo por el infundado recelo que abrigaba todavía el
suspicaz monarca del antiguo conquistador y virrey de Nápoles. «Muy encallada
está la nave,» decía aludiendoasu forzada inacción
el conde de Ureña. «Sabed, conde, replicaba Gonzalo, que esta nave, cada vez
más firme y más entera, sólo aguarda a que la mar
suba para navegar á toda vela.»
Esta ocasión se creyó llegada, cuando a consecuencia del triunfo de los franceses sobre los
príncipes de la Santa Liga en la batalla de Rávena determinó el rey, a petición del papa y de los aliados, enviar a Italia al Gran Capitán, como el único capaz de sacar
triunfante la causa de las potencias coligadas. Tan pronto como se supo esta
determinación, nobles, caballeros, soldados, hasta la guardia misma del rey,
todo el mundo se apresuraba a alistarse en las banderas de Gonzalo, muchos se
ofrecían a servir sin sueldo, sólo por participar de
sus glorias, y por ir a Italia con el Gran Capitán no
se encontraba quien quisiera ir a la guerra de
Navarra. Mas todo este entusiasmo se vió muy
brevemente convertido en sentimiento público. Mientras se disponía la
expedición, mudaron de rumbo las cosas de Italia; los franceses, derrotados en
Novara por los suizos, eran expulsados de Lombardía; y el objeto de la Santa
Liga parecía cumplido. Entonces, y en ocasión que Gonzalo se hallaba en
Antequera acelerando la marcha de la expedición, recibió orden del rey para que
suspendiese la partida, puesto que habiendo perdido los franceses lo que tenían
en Italia, no había ya necesidad allí ni de capitán ni de tropas españolas, que
los
caballeros y continos de su casa que estaban
con él fuesen a servir en la guerra de Navarra, a cuyas fronteras acudían todas las fuerzas francesas, y
que licenciase y despidiese las tropas, continuando sólo las pagas a los que quisiesen alistarse para el ejército de Navarra
(1512).
La noticia de una gran derrota o de un gran infortunio hubiera causado menos honda
sensación de disgusto y de pena que la que produjo en el ejército español esta
conducta del rey con el Gran Capitán. Porque si al ordenar la suspensión de su
ida a Italia, donde podrían no ser ya necesarios sus
servicios, le hubiera dado el mando en jefe del ejército de Navarra, no se
hubiera atribuido a desaire, ni se hubiera calificado
de insigne ingratitud, como lo era condenarle otra vez a la inacción y al retiro, cuando ardía viva una guerra extranjera en el norte
de España. Así fué que casi ningún capitán de los
alistados con Gonzalo quiso servir en la campaña del norte. Gonzalo convocó
sus tropas, las animó a celebrar la prosperidad de
los negocios exteriores del reino, y no queriendo dejar de hacerles alguna
demostración de agradecimiento por el celo y la buena voluntad con que se
habían prestado a seguirle, espléndido y liberal
siempre, hizo reunir hasta la cantidad de cien mil ducados en dinero y
alhajas, y los distribuyó generosamente entre los oficiales y soldados, y con
esto se despidió de su ejército.
Altamente ofendido se mostró de su monarca el
Gran Capitán, y en esta ocasión dió bien a entender que se le había apurado el sufrimiento, y aun el
disimulo que hasta entonces había podido guardar. Lleno de dolor y de enojo,
en la respuesta que envió al rey contestando a su
mandamiento, le manifestó cuánto le maravillaba que hubiera tomado con él
semejante determinación, debiendo saber que «era más codicioso de buena fama
que de mucha hacienda, y que todo lo que el mundo valía lo estimaba en poco en
comparación de su lealtad a un amigo cualquiera,
cuanto más a su rey y señor; que S. A. debía conocer
mejor que nadie a los hombres malévolos y de tan poco
ánimo como sobrada ambición que sin duda le envidiaban y calumniaban, y que
recordara bien si alguna vez por causa suya había recibido detrimento el reino, o sufrido mengua las banderas españolas.» Y como el
rey procurara justificarse con Gonzalo, exponiendo, con las suaves palabras que
podía emplear, las causas por que había mandado sobreseer en su ida a Italia, el Gran Capitán, cada vez más irritado, escribió
al rey dándole nuevas y más amargas quejas, expresadas con palabras las más
fuertes y duras. Después de desafiar al rey a que le señalase uno solo de entre
todos sus súbditos y criados que le hubiesen servido con más lealtad y
paciencia y más sin respeto de sí mismo, añadía, «que en ser de aquella manera
tratado conocía que estaba pagando lo que había ofendido a Dios por servir a Su Alteza; que en lo que á él tocaba, acostumbrado estabamamsufrir y a pasar por todo, pero que le pesaba y dolía
mucho el daño que con aquella orden se había hecho a los que vendieron sus haciendas y dejaron buenos y honrosos partidos por
seguirle en aquella empresa, y cuyas quejas cargaban sobre él; que por su
parte no sentía lo que había gastado en gratificar a aquellos caballeros, pues hasta quedar reducido otra vez a Gonzalo Hernández, todo lo debía expender en servicio de S. A.;» y concluía
pidiéndole licencia para irse a
vivir con su familia á su pequeño ducado de Terranova, puesto que el estado en que se encontraban las
cosas de Italia le ponía allí fuera de toda sospecha, hasta que Su Alteza
tuviese mejor ocasión y mejor voluntad de servirse de él.
Dábale el rey por excusa que, siendo la intención y
propósito del papa hacer que saliesen de Italia los españoles, como habían
salido ya los franceses, no consentiría que se enviase allá nuevo ejército, ni
era conveniente hasta tener arregladas las cosas con los príncipes de la liga,
y que le parecía mejor que hasta tanto que esto se determinase se fuese a descansar durante el invierno a Loja. Pero la verdad era
que se había tratado de persuadir al rey, y él por lo menos fingía creerlo o recelarlo, que había tratos secretos entre el papa y el
Gran Capitán para echar de Italia así las tropas del emperador como las del Rey
Católico, en premio de lo cual el pontífice daría a Gonzalo el ducado de Ferrara, y que esta era la razón del empeño que el papa
había mostrado siempre en que se nombrase a Gonzalo
de Córdoba general de la Iglesia y de los ejércitos de la liga. De esta
sospecha, tan injuriosa a la lealtad del Gran
Capitán, no hemos hallado hasta ahora prueba alguna en la historia, por lo
cual debemos creer que era todo o calumnia de sus
enemigos o suspicacia, o tal vez malicia del rey. Ello es que indignado Gonzalo con aquella respuesta,
envió al rey sus poderes, diciendo, «que para ermitaño, como lo pensaba ser, no
tenía necesidad de ellos, y que se iría o vivir en
aquellos agujeros, contento con su conciencia y con la memoria de sus
servicios, teniendo aquel destierro por una de las mercedes que de la mano de
Dios había recibido, muy colmada para la alma y para la honra»
Poco tiempo después, ó por probar hasta dónde llegaba el disfavor de su soberano, o porque realmente necesitara alguna indemnización de los gastos que había hecho
con los caballeros y capitanes que entretuvo a su
costa en Córdoba y Antequera, pidió al rey una tras otra dos encomiendas que
sucesivamente vacaron, y ambas se las denegó el monarca, so pretexto de que no
estaba lejos de pensar que tuviera derecho al gran maestrazgo de Santiago, y
de ser informado de que proseguía su pretensión con el papa para que se le confiriese
en el caso de fallecimiento del rey.
No pudo ya el Gran Capitán ser amigo de un
soberano que le correspondía con tanta ingratitud, y no estamos lejos de creer
fuese cierto lo que Fernando después comenzó a sospechar, a saber, que adhiriéndose a los nobles y grandes descontentos que suspiraban por la
venida del príncipe Carlos para alejar otra vez de Castilla al rey de Aragón,
trabajaba con ellos por traer al archiduque heredero y encomendarle el gobierno
de Castilla. Decíase que tenía proyectado embarcarse
en Málaga para Flandes con objeto de ir a buscar
personalmente al príncipe, y que sólo esperaba buena ocasión para realizarlo.
Es lo cierto que en la enfermedad que el rey padeció por aquel tiempo no había
ido a verle, y se disculpó después con su soberano
diciendo que no lo había hecho «porque no lo atribuyese a lisonja, que era la moneda que menos quería
dar ni recibir.» Y tal vez por alejarle de aquel punto le invitó Fernando y le
rogó que asistiese al capítulo de las órdenes que el día de Santiago (1513) se
celebraba en Valladolid, añadiendo que deseaba consultarle sobre las cosas de
Italia y otros negocios graves que entonces ocurrían. También se excusó el
Gran Capitán de asistir a aquella asamblea, y no
ocultando su resentimiento respondió al rey que se sirviese dispensarle, pues
bien sabía las justas causas que tenía para ello, que personas de suficiencia
teníanansu lado a quienes
consultar, y que creía hacerle mejor servicio en no ir, porque si S. A. lo
desease, no le hubiera dado tan breve plazo para andar tan largo camino.
Finalmente, habiéndose asegurado a Fernando que el Gran Capitán tenía ya resuelto embarcarse
en Málaga con los condes de Cabra y de Ureña y con el marqués de Priego, según
unos para tomar el mando del ejército pontificio en Italia, según otros, y con
más probabilidades, para traer de Flandes al archiduque, despachó el rey un
comisionado para que impidiese su embarque, mandó que le vigilaran y espiaran
de cerca, y que si era necesario, le prendiesen. Pero aquel grande hombre iba a dejar muy pronto de inspirar recelos a su soberano. En el otoño de 1515 adoleció en Loja de cuartanas, enfermedad que
no parecía peligrosa, pero que agravada con las pesadumbres y tenazmente
arraigada vino a hacérsele mortal. Con la esperanza
de restablecerse variando de residencia, se trasladó á Granada, pero en vez de reponerse su quebrantada naturaleza, fué siempre declinando, hasta que sucumbió en los brazos
de su esposa y de su querida hija Elvira (2 de diciembre, 1515). En los últimos
días de su vida oyósele decir que sólo se arrepentía
de tres cosas: de haber quebrantado el juramento que hizo al duque de Calabria,
de haber violado el salvoconducto que dió a César
Borgia, a quienes entregó en manos del rey Fernando,
personal enemigo de entrambos; y además otra tercera que no quiso descubrir, y
que unos suponían fuese no haber puesto a Nápoles
bajo la obediencia del archiduque, y otros sospechaban sería no haberse alzado
él con el señorío de aquel reino, aprovechando el favor con que le brindaba la
fortuna.
Tal fué la muerte de
aquel grande hombre, muerte que causó profunda y general tristeza en toda
España. El mismo rey, que sólo así dejó de temer al ilustre súbdito de quien
tanto y tan infundadamente había recelado en vida, no pudo menos de pagar un
tributo de veneración y de respeto a su memoria,
vistiendo de luto él y toda su corte, y mandando que se le hiciesen solemnes
exequias, no sólo en su real capilla, sino en todas las iglesias principales
del reino. Sus restos mortales se depositaron primeramente en la de San
Francisco de Granada, y más adelante fueron trasladados a la de San Jerónimo. Doscientas banderas y dos pendones reales tomados a los enemigos, y colocados en las paredes del templo en
derredor de su túmulo, proclamaban las hazañas
del héroe allí depositado y recordaban a los concurrentes las glorias y los servicios del Gran
Capitán. El mismo rey escribió una afectuosa carta de pésame a la duquesa viuda, en que confesaba los inestimables
servicios que su esposo le había prestado.
«Gonzalo, dice un historiador extranjero (y le
citamos con preferencia a los españoles, cuyo juicio
pudiera parecer apasionado), no estuvo manchado con ninguno de los vicios
groseros propios de su época: no se vió en él aquella
rapaz codicia, de que harto frecuentemente se pudo acusar a sus compatriotas en estas guerras: su mano y su corazón eran tan liberales
como la luz del día: no se le notó nada de aquella crueldad y libertinaje que
afea los tiempos de la caballería: siempre se mostró dispuesto a proteger al sexo débil contra toda injusticia e insulto:
aunque sus maneras distinguidas y su clase le daban grandes ventajas con el
bello sexo, jamás abusó de ellas, y ha dejado fama, que ningún historiador ha
puesto en duda, de irreprensible moralidad en sus relaciones privadas. Fue esta
virtud rara en el siglo XVI. La reputación de Gonzalo
está fundada en sus hazañas militares; y sin embargo su carácter parecía bajo
diversos aspectos más adecuado para los negocios tranquilos y cultos de la
vida civil. En su gobierno de Nápoles desplegó mucha discreción y muy buena política; y tanto allí, como después en
su retiro, sus maneras cultas y generosas le granjearon, no sólo la voluntad,
sino la más sincera adhesión de todos los
que le rodeaban. Su educación primera, como
la de la mayor parte de los nobles caballeros que nacieron antes de las mejoras
introducidas en el reinado de Isabel, consistió en los ejercicios
caballerescos más bien que en la cultura intelectual; no le enseñaron nunca el
latín, ni tuvo pretensiones de saber, pero honró y recompensó con generosidad a los que se dedicaban a las
letras. Su buen juicio y su exquisito gusto suplían en él todo lo que le faltaba; y así es que eligió los amigos y compañeros entre las
personas más ilustradas y virtuosas de la sociedad»
No había de tardar el Rey Católico en seguir a la tumba al hombre cuyas excelencias acabamos de
compendiar. Hacía unos dos años que la salud de don Fernando se hallaba muy quebrantada a consecuencia de un hecho que revela las costumbres
morales y las ideas que en materia de medicina se tenían en aquel tiempo.
Cuando el rey había perdido ya toda esperanza de tener sucesión de su segunda
esposa doña Germana, esta señora, que lo deseaba vivamente, como tal vez el
rey mismo, a fin de tener quien les sucediese en la
corona de Aragón, aconsejada por dos principales dueñas propinó a su esposo cierto brebaje que confiaban habría de
vigorizar su naturaleza (1513), expediente semejante al que en igual caso se
había empleado ya con el rey don Martín de Aragón. El resultado fue también en
ambos casos parecido, a saber, el de estragar su
salud y debilitar más su naturaleza, hasta contraer una enfermedad, que se fué agravando cada día, y vino a declararse en hidropesía, «con muchos desmayos y mal de corazón, dice el
cronista aragonés, de donde creyeron algunos que le fueron dadas hierbas».
Uno de los síntomas de esta enfermedad era aborrecer las grandes poblaciones,
donde se sentía como ahogado, y no encontrar recreo sino en el campo y en los
bosques, ni pasatiempo agradable sino en el ejercicio fatigoso de la caza.
Mas a pesar de sus
padecimientos no dejó de tomar parte e intervenir en
todos los negocios públicos, y en todas las guerras, negociaciones y tratos que
se agitaban en aquel tiempo en todas las naciones de Europa. Primeramente se
confederó de nuevo con Enrique VIII de Inglaterra su yerno, que había invadido
otra vez Francia (1513), para hacer unidos la guerra al francés al año
siguiente, en que concluía la tregua que éste tenía establecida con el Rey
Católico. Mas como variasen luego las circunstancias, prorrogó Fernando la
tregua con Luis XII, bajo las bases de casar al infante don Fernando su nieto
con Renata, hija del rey Luis, y a doña Leonor su
nieta con el mismo monarca francés, con cuyos matrimonios se proponían que
confirmaría la tregua el emperador. Sentido el rey de Inglaterra de este trato,
que daba al traste con todas las esperanzas de sus empresas en Francia, ajustó
paz perpetua con el francés, como en venganza de haberle burlado su suegro, a quien pensó desde entonces en hacer todo el daño que
pudiese (1514), bien que la reina de Inglaterra doña Catalina hizo los mayores esfuerzos por reconciliar a los reyes,
como padre y marido que eran suyos.
La muerte de Luis XII de Francia (1 de enero, 1515) desbarató todos aquellos tratos de paz
y de matrimonios, porque Francisco I que le sucedía. hombre de gran corazón y
codicioso de grandes empresas, enemigo de las casas de Austria y de España, que
ofrecía a los reyes de Navarra restituirles el trono
de que habían sido arrojados, y aspiraba para sí al señorío, no sólo de
Lombardía y del ducado de Milán, sino de toda Italia, publicaba también que el
príncipe archiduque le había de reconocer por superior en lo de Flandes, y
pretendía que como tal había de darle luego obediencia. Esto movió al Rey Católico a promover con grande instancia y actividad, en medio
de sus dolencias, una liga general entre él, el papa, el emperador, el duque de
Milán y los suizos, para asegurar los derechos y las posesiones de las casas de
Austria y de España contra las pretensiones del nuevo monarca francés. Merceda a la sagacidad y a los activos
esfuerzos del anciano y achacoso Fernando, se hizo la confederación entre
aquellos Estados y príncipes, excepto el papa, a quien se reservó su lugar por si quisiese entrar en ella, para forzar al rey de
Francia a que desistiese de la guerra de Lombardía.
Pero en este intermedio el archiduque Carlos, que acababa de emanciparse de la
tutela del emperador su padre y de la princesa Margarita, y de tomar a su mano el gobierno de Flandes, hizo concordia con el
nuevo rey de Francia por medio de sus embajadores en París (24 de marzo, 1515),
y sin contar con su abuelo el Rey Católico, de quien no se hizo mención,
concertó matrimonio con Renata, hermana de la reina de Francia. Porque era de
notar que, siendo la casa de Francia tan enemiga de las de Austria y Aragón a las que Carlos había de heredar, los consejeros del
príncipe fuesen tan adictos al francés, hasta hacer que llamase padre al rey de
Francia y le escribiese con este título. Seme jante novedad produjo un cambio
en la política, y se hicieron nuevas combinaciones matrimoniales. En julio de
aquel año se celebraron en Viena los desposorios de los dos nietos del Rey
Católico y del emperador Maximiliano, los infantes don Fernando y doña María,
con Ana, hija de Ladislao, rey de Hungría, y con Luis, rey de Bohemia, su
hermano.
Al propio tiempo que el Rey Católico, en medio
de sus padecimientos, estaba siendo el alma de todas las negociaciones
exteriores, ni desatendía ni descuidaba el gobierno interior del reino. Celebrábanse a la sazón cortes
de aragoneses en Calatayud para tratar de un servicio que el rey había pedido. Negábanse los ricos-hombres, caballeros e infanzones a otorgarle, mientras no se quitase el derecho de recurrir
al rey que tenían los vasallos de los grandes señores, pretendiendo los barones
ser los solos y absolutos señores de sus vasallos, sin que el rey y sus
oficiales tuviesen jurisdicción sobre ellos en los recursos por causas y razón
de sospechas y miedos de jueces y lugares no seguros, lo cual llamaban «pérhorrescencias,» y decían que entender el rey en aquellas
causas era en perjuicio de sus privilegios y en grave lesión de las libertades
del reino. Viendo Fernando a los barones y caballeros confederados y resueltos a negarle el servicio, y las discordias que con este
motivo andaban entre la nobleza y el brazo popular, doliente y casi postrado
como se hallaba, determinó pasar personalmente desde Castilla a Calatayud
(setiembre, 1515). Con su presencia y con la mediación y las gestiones de su
hijo el arzobispo de Zaragoza, varias ciudades y algunos barones y caballeros,
juntamente con el brazo eclesiástico, accedieron a la petición. Mas como otros insistiesen en su primera negativa, y hubiese
fuertes contradicciones y protestas, encendióse tal
llama de disensiones que hubo necesidad de cerrar las cortes, teniendo que
contentarse el rey con subsidios particulares, con no poca mengua y detrimento
de su autoridad. Los caballeros e hidalgos disidentes fueron privados de sus
oficios y cargos públicos e inhabilitados para
obtenerlos en adelante; pero de aquí nacieron en el reino tales enemistades y
guerras, que duraron hasta la venida y sucesión del príncipe heredero. El rey
se volvió a Castilla (octubre), profundamente
afectado del disgusto con que sus súbditos naturales habían acibarado los
últimos días de su penosa existencia.
Entretanto se había renovado con nueva y mayor
furia la guerra de Italia. El animoso monarca francés Francisco I había llevado a Lombardía un poderoso ejército con resolución de
apoderarse de Milán. Próspero Colona, general del ejército suizo destinado a impedir la entrada a los
fraceses, había sido sorprendido y preso en Villafranca por el señor de La
Paliza, y el virrey español de Nápoles don Ramón de Cardona esperaba que se le
reuniesen los suizos y la gente del papa que conducía Lorenzo de Médicis para
dar la batalla a los franceses. Entendiendo el rey
Fernando el peligro que corría toda la Italia, y aun toda la cristiandad, si
los franceses no eran oportunamente atajados, enviaba las órdenes más
apremiantes al virrey Cardona para que se juntase inmediatamente con las
tropas de la liga, al propio tiempo que el duque de Milán Maximiliano Sforza reclamaba
también el pronto auxilio del virrey español que se hallaba en la parte del
Po. Pero en este intermedio el rey de Francia tomóNovara y su castillo, cuya empresa debió al capitán español Pedro Navarro que
mandaba la infantería de los vascos y gascones.
Sorprendería ciertamente, si no lo hubiéramos
anunciado en otro capítulo, encontrar a este
valeroso caudillo español, al conquistador de Cas- telnovo,
de Orán y de Rugía, sirviendo en un ejército extranjero contra su rey y su
patria. Explicaremos la causa de esta lamentable novedad.
Habiendo caído este célebre guerrero
prisionero de los franceses en la famosa batalla de Rávena, el Rey Católico
anduvo tibio o indiferente en procurar su libertad
por veinte mil escudos que costaba su rescate. El rey Francisco I de Francia,
comprendiendo cuán provechoso le podría ser aquel entendido y brioso capitán
para su empresa de Italia, pagó los veinte mil escudos, le convidó con un gran
puesto en la milicia, le hizo otros grandes ofrecimientos, y el resentido español
sacrificó al interés y al enojo sus deberes, accedióalas propuestas del francés, envió al soberano de
Castilla su título de conde de Oliveto, y le requirió le alzase la fidelidad que le debía
para poder servir al rey de Francia de quien había alcanzado la libertad.
Fernando conoció su error, quiso enmendarle, y ofreció a Navarro por apartarle de aquel camino no sólo los veinte mil ducados, sino más
si fuese menester, y restituirle a su gracia y
hacerle otras mercedes. Pero era ya tarde. Navarro se había hecho ya tan
francés, como antes había sido español, y desechó para su mal las proposiciones
de su monarca. Decimos para su mal, porque en una de las batallas posteriores
de Italia fue hecho prisionero por sus compatriotas, y llevado al Castillo
Nuevo de Nápoles que en otro tiempo había tomado él a los franceses, y acabó en aquella prisión su miserable vejez, expiando de esta
manera su infidelidad a su nación y a su soberano .
Recelos y desconfianzas entre el virrey
español de Nápoles, los suizos y los generales de las tropas del papa,
entorpecieron y frustraron las combinaciones que hubieran podido dar una
victoria segura a los ejércitos de la liga. Por
último se resolvieron los suizos áa dar ellos solos la
batalla a franceses y venecianos en Marignano. Fué ésta una de las más reñidas y sangrientas y de las más
famosas y memorables batallas que se han dado en los bellos campos de Italia.
Duró el primer combate desde las tres de la tarde sin interrupción (13 de
setiembre, 1515) hasta las dos de la mañana del siguiente día, para renovarle
luego con más furor. El rey Francisco de Francia se jactaba de haber estado
veintisiete horas a caballo, sin comer ni beber, y
sin aliviarse la cabeza del peso del almete. Es cierto que aquel día se señaló
el joven monarca francés como hombre de grande ánimo y valor, y a él solo se atribuyó la gloria de la victoria. Los
suizos, después de haber hecho esfuerzos prodigiosos, se retiraron vencidos a Milán; mas no atreviéndose a permanecer allí, salieron con pretexto de no dárseles la paga que querían,
dejando abandonado al duque. Los franceses entonces se apoderaron de Milán,
rindieron el castillo, minándole y combatiéndole el español Pedro Navarro, y
hecho el duque prisionero fué enviado a Francia.
Llegado que hubo a noticia del papa tan
señalada victoria de los franceses, teniendo en cuenta la dolencia que
aquejaba al Rey Católico y lo poco que podía ya vivir, calculó que le era más
ventajoso para el engrandecimiento de la casa de los Médicis la amistad con
Francia que con España, y trató de concertarse con el monarca francés.
Acordaron, pues, verse en Bolonia, y de aquellas vistas resultó una
confederación entre el papa León X, el rey Francisco I de Francia y la
república de Venecia, que fué el principio de las
nuevas guerras que quedaban preparadas para después de la muerte del Rey
Católico entre su sucesor Carlos de Austria y Francisco de Francia, que tantas
páginas ocuparon luego en las historias de Europa.
P
ero el Rey Católico, cuyo vigoroso espíritu
no desfallecía con los padecimientos y las flaquezas del cuerpo, todavía
encontró medio de compensar en parte las contrariedades de Italia y la
defección del pontífice, negociando nueva alianza con su yerno Enrique VIII de
Inglaterra, al parecer con más solidez que las anteriores, según declaración
que ante todo el consejo de Inglaterra hizo el cardenal arzobispo de York, el
gran privado de Enrique VIII. Este tratado de paz y estrecha amistad entre las
dos naciones se firmó en Londres en octubre, y se publicó en Castilla a mediados de diciembre (1515).
El rey, con deseo de alargar cuanto pudiese
los días que le restaban de vida, había salido de Madrid dirigiéndose por
Plasencia a Sevilla y Granada, esperando hallar algún
alivio en los países meridionales, pero pareciendo que más iba buscando el
lugar de su sepultura. Detúvose unos días en la
Abadía, pequeño lugar del duque de Alba, sitio apacible y delicioso y a propósito para la caza, para la cual contaba con más
afición que aptitud física, y allí firmó y juró el tratado de alianza que sus
embajadores acababan de hacer con Inglaterra. En aquella ocasión y por la
fiesta de Navidad (1516) vino á buscarle el deán de
Lovaina, Adriano de Utrech, ayo y maestro del archiduque Carlos su nieto, con poderes del príncipe expedidos en
Bruselas, para tratar por última vez acerca del gobierno de Castilla y de la
sucesión de estos reinos. Concertóse, pues, lo mismo
poco más o menos que ya antes estaba capitulado, a saber: que el rey gobernaría los reinos de Castilla y de
León todo el tiempo que viviese, aunque falleciera en tanto su hija doña Juana,
y después de su muerte comenzaría a gobernar su nieto
el príncipe Carlos: que entretanto se le darían al príncipe cincuenta mil
ducados cada año en Amberes, y cuando viniese a España se le asignarían las rentas y derechos de príncipe de Asturias: que
para el mes de mayo próximo por lo menos sería enviado a Flandes el infante don Fernando, y con la misma flota vendría Carlos a España sin gente de guerra: que el rey procuraría con el
papa la incorporación perpetua de los maestrazgos a la corona, y el príncipe se obligaría a señalar al
infante su hermano una renta igual al menor de los maestrazgos: que a éste se le daría el gobierno de los Estados de Flandes
bajo la dirección de la princesa Margarita y de su consejo: que el rey
nombraría las personas para los principales cargos y oficios del servicio del
archiduque Carlos su nieto, las cuales tomarían posesión después que el
príncipeestuviese en España: que el rey tomaba de su
cuenta convocar las cortes del reino para que declarasen que muerta la reina
doña Juana se reconocería por rey al príncipe Carlos de Austria su hijo; y que
esto lo habían de jurar en Flandes el príncipe, la princesa Margarita y todos
los del consejo ante el embajador de España Juan de Lanuza, así como el rey
haría el propio juramento en presencia de los grandes
y de los embajadores del príncipe, y haría que lo juraran el cardenal, el
obispo de Burgos, el duque de Alba y el condestable de Castilla.
Es admirable la entereza de ánimo y el vigor
de espíritu que conservó este monarca hasta que materialmente le faltó el
aliento. Sin esperanza ya de vida se hallaba cuando llegó a Madrigalejo, pequeño lugar de Extremadura en la
provincia de Cáceres, y todavía pensaba en hacer que Inglaterra rompiese la
guerra con Francia, y aun entendía en las cosas de gobierno, y aun se acordaba
de la caza de cetrería, que era su favorito pasatiempo. Y como el deán de
Lovaina, sabiendo que estaba a las puertas de la muerte, se fuese
desde Guadalupe a Madrigalejo, el rey, noticioso de
su visita, «ha venido a verme morir,» dijo, y le
mandó que se volviese a Guadalupe, donde él pensaba
ir pronto a celebrar capítulo de la Orden de
Calatrava. Cuando se convenció de que se acercaba su última hora, recibió muy
devotamente los sacramentos como católico príncipe, y a muy poco llegó la
reina, que había estado en Lérida celebrando cortes de catalanes, pero no le
permitieron hablar particularmente con su marido hasta que éste tuvo otorgado
su testamento. Fernando llamó poco antes de morir a los de su consejo para consultarles en el asunto de la gobernación de los
reinos de Castilla y Aragón; deseaba el rey, y así se lo manifestó
reservadamente a sus consejeros, que la obtuviese en
ausencia del príncipe Carlos su hermano Fernando, el nieto predilecto suyo,
nacido y criado en Castilla con él; pero expusiéronle aquéllos los peligros que este nombramiento traería, así por la corta edad del
infante, como por los celos que se suscitarían entre los dos hermanos, y los
bandos, discordias y ambiciones que podrían moverse entre los nobles y
caballeros castellanos, como en otros tiempos no muy remotos había acontecido:
y como les preguntase a quién había de nombrar, contestáronle que a Cisneros, arzobispo de Toledo. Era
esto muy conformealo que él mismo había ya ordenado
en otro testamento (y era el segundo) hecho el año anterior (26 de abril, 1515)
en Aranda de Duero (3).
Declaró, pues, definitivamente en este último
testamento como en los anteriores, por heredera universal de los reinos de
Castilla, de Aragón, de Navarra, de Nápoles, de Sicilia, y de las posesiones de
África y de Indias,
a su hija la reina doña Juana, y a sus hijos y nietos de legítimo matrimonio varones o hembras. Atendido el estado intelectual de su hija,
nombró gobernador general de los reinos a su nieto el príncipe Carlos, para
que los rigiese en nombre de la reina su madre;
durante la ausencia del príncipe quedaba confiado el gobierno de Castilla al
cardenal de España Jiménez de Cisneros, y el de Aragón al arzobispo de
Zaragoza, hijo natural del rey. Encargaba muy encarecidamente al príncipe
heredero que no hiciese mudanza en las provisiones de oficios que tenía hechas
en los reinos de la corona de Aragón, y que ni en el gobierno ni en el consejo
admitiese extranjeros, sino naturales del país. Resignaba la administración de
los maestrazgos de las órdenes en el príncipe su nieto. Dejó al infante don
Fernando el principado de Taranto en Nápoles, y
varias ciudades en la provincia de Calabria, con cincuenta mil ducados anuales,
hasta que su hermano le asignase una renta equivalente en el reino. Señaló a la reina doña Germana treinta mil escudos de oro al año,
y cinco mil más durante su viudedad: y hacía diversos legados para objetos
piadosos.
Apenas firmado el testamento, exhaló su último
aliento el Rey Católico entre una y dos de la tarde del 23 de enero de 1516,alos sesenta y cuatro años de su edad, á los cuarenta y uno de haber entrado a regir con
Isabel el cetro de Castilla, y a los treinta y siete
de haber heredado el de Aragón. «El señor de tantos reinos, exclama Mártir
de Angleria, el que había ganado tantas palmas, el
que tanto había difundido la religión cristiana y humillado tantos enemigos,
este rey murió en una casa rústica, y murió pobre contra la opinión de los
hombres».No murió precisamente en el pueblo de Madrigalejo, sino en una pequeña casa llamada de
Santa María, situada a crta distancia en la Cruz de
los Barreros, en cuya capilla existe una lápida con la inscripción siguiente:
Falleció el muy alto y muy poderoso y muy católico rey don Fernando V de
gloriosa memoria en el aposento de esta casa, él viernes día de San Ildefonso
entre las 3 a las 4 de la mañana de enero 23 de 1516.
En efecto, al decir de los historiadores aragoneses, este rey, a quien tanto se ha notado de mezquino, de avaro y de
codicioso, murió tan pobre que apenas se halló lo necesario para hacer los
gastos de sus funerales.
Y este juicio, conforme a escritores contemporáneos de tan respetable
voto como el Mártir, prueba que Fernando,
aunque frugal, económico, y aun si se quiere, nimiamente
parco, no era hombre que atesoraba, sino que conocía que era menester invertir
con parsimonia las rentas de sus Estados si había de atenderalos gastos que tan vastas y numerosas empresas exigían.
Acaso fue en esto algunas veces excesivamente cauto y tímido, y por eso
escatimaba o se detenía en enviar los recursos a los ejércitos de Italia que con disculpable y justa
impaciencia le reclamaban el Gran Capitán y otros generales. Mas si la
economía y la modestia de Fernando en su casa y persona pudo algunas veces dar
ocasión a censura, también por otra parte era una lección elocuente y una
reconvención tácita á la ostentosa y dispendiosa prodigalidad a que estaban acostumbrados los cortesanos de
su tiempo. Y por último, como dice un escritor extranjero, «nadie le ha acusado
de que intentara nunca llenar su tesoro por la venta de los empleos, como a otro rey contemporáneo suyo, Enrique VII.»
Su cuerpo fué llevado a Granada, donde se le hicieron solemnes
exequias, y se le dió sepultura en la capilla real,
al lado de la Reina Católica, su esposa. Su muerte fué muy sentida y llorada por los aragoneses, sus naturales súbditos, que le
llamaron hasta cierto punto con verdad el último rey de Aragón: muchos grandes
y nobles de Castilla mostraron menos pesadumbre que satisfacción por verse
libres de la sujeción en que los tenía. Después fueron conociendo los
castellanos el rey que habían perdido, y no sin razón le llamó más adelante un
historiador de España: «príncipe el más señalado en valor y justicia y
prudencia que en muchos siglos España tuvo.»